La Tarasca o la Fuente de los Alunados

LA TARASCA O LA FUENTE DE LOS ALUNADOS

A mediados del siglo XIX en Badajoz, en la calle del Almotacén, lo que es hoy la calle Norte, vía que da a la plaza de Santa María, vivía un tal Isaac Cohen, conocido cirujano de origen judío, con fama de avaro y cara de pocos amigos.

Un año, pasadas las fiestas de Navidad, en una noche de perros, con un temporal de agua, rayos y centellas cayendo sobre la ciudad, unos lugareños de La Albuera, lugar situado a unas cuatro leguas de la ciudad, llegaron a Badajoz. Reclamaron urgentemente los servicios del cirujano para que atendiera a un señor llamado Pedro Durán, pobre aldeano sin hacienda y de familia que vivía en la miseria, que se encontraba en las últimas y de oficio porquero.

Después de que el cirujano se negara una y otra vez a las peticiones angustiosas de la hija y de la esposa de Pedro Durán, el abuelo de la familia consiguió ablandarle el corazón a éste en una tercera visita, no sin antes acceder a un desorbitado estipendio. Que ascendía a la exorbitante cantidad de setecientos maravedíes, la mitad de ellos en mano y el resto a cuenta, además de ponerle dos caballos corredores a punto para llegar en menos de una hora. Y como garantía, para ablandar su duro corazón, el viejo Durán puso además de su palabra de cristiano viejo, sus setenta lechones de montanera, dispuestos para ser vendidos en el mercado de la Pascua de Reyes, en el zoco grande, donde la familia Durán vendía su ganado a buen precio.

Sacado de la cama el avaricioso médico, se arregló y calzó en un santiamén, encasquetándose al capuchón contra la lluvia, pidiendo y cobrando en el acto los primeros trescientos cincuentas maravedíes. Con la lluvia cayendo como pocas veces se había visto en Badajoz, salieron de la ciudad en dirección a La Albuera por el Zoco grande y la Puerta de Mérida, mientras sonaban lúgubremente las campanas de la torre de Espantaperros, tratando de ahuyentar la tormenta. A uña de caballo, pasaron por las cercanías del convento de Padres Trinitarios, y un poco más allá, por la Ermita de los Mártires, situada en las márgenes de la pequeña ribera del Calamón.

Los caballos trotaban unos ratos, galopaban otros, sin un minuto de tregua, siempre corriendo, salvando distancias, saltando baches y rodeando los pequeños charcos que el agua había formado desde el comienzo de la noche, sin más luz que el resplandor de los relámpagos y sin gran confianza de llegar a tiempo hasta el enfermo Pedro Durán, cosa que tenía sin cuidado al médico. El cumplía con hacer el viaje a La Albuera, visitar a Pedro Durán como lo encontrase, ya fuese vivo o muerto, y cobrar por todo ello setecientos maravedíes justos y cabales.

Ya habían recorrido como tres leguas, cuando, de repente, los caballos, recelosos, relincharon, levantaron las orejas y se pararon, negándose a avanzar. A pocos metros había una pila de maderos y troncos que ardía. Confusos, el viejo y el médico se subieron de nuevo a los caballos y partieron a galope. Media hora después, con la tormenta aplacada y la luna llena brillando en el cielo, llegaron a La Albuera y entró el médico en la casa de Pedro Durán. Tomó el pulso al enfermo, los más negros presagios se confirmaron: el aldeano se moría de ahogos, su pulso se  perdía por momentos y el corazón estaba a punto de fallarle definitivamente. El médico no dio esperanza alguna.

En aquel momento, el enfermo abrió los ojos y, haciendo un esfuerzo, dijo que esa noche había tenido un sueño horrible, soñando que la tarasca les había salido al paso por el camino y había devorado al doctor, de tanto tiempo que habían tardado en llegar.

La tarasca tenía atemorizadas a las gentes de La Albuera. Era fama que en el pueblo y en todos de la comarca que este feroz animal salía a los caminos y acometía a las gentes, enroscándoseles a la garganta y ahogándolas. El avispado médico le recomendó un emplasto de raíces y hojas de dedalera. Y al saber que esta planta no se recogía en La Albuera, el médico, que, mira por dónde, las llevaba en su maletín, se ofreció a dárselas pero cobrando cien maravedíes, a pesar de las penurias de esta pobre gente. Después de darle dos sorbos del cocimiento y aplicarle sobre el pecho izquierdo la cataplasma de hojas de dedalera, aliñadas en esta ocasión con manteca de puerco, vieron con espanto que las medicinas no surtían efecto alguno y Durán fallecía instantes después. De “mal de corazón”, según certificó el taimado cirujano.

En medio del dolor y la desolación familiar, y a pesar de sus protestas, Isaac Cohen tuvo la frialdad suficiente para pedirles los trescientos cincuenta maravedíes que le faltaban por cobrar, que era hora de regresar a Badajoz. Liquidada la deuda entre protestas, juramentos y maldiciones, la familia mandó llamar a dos sirvientes para que lo acompañaran a caballo. Se trataba de dos cristianos nuevos, dos moros convertidos al cristianismo, llamados Jad y Nach Lajdar, dos hombres buenos pero tenidos como lunáticos, quienes, bajo la influencia de la luna llena, el mal de la noche, perdían la cordura y el juicio.

Sin mediar palabra durante el camino, los tres jinetes, corriendo al galope por los llanos de La Albuera, se acercaban a Badajoz. Ya cerca de la ciudad, siguiendo esta vez un tortuoso camino, los tres hombres llegaron a las riberas del Calamón, cuando todavía no había indicios de luz aprovecharon para detenerse a descansar unos momentos junto a un molino harinero, en las proximidades de la ermita de Los Mártires. El médico que no montaba bien, se cayó al suelo, de repente de los matorrales próximos salían unos ruidos extraños, lo que provocó que los caballos, asustados, relincharan, se encabritaran y retrocedieran. Y, cuando menos lo esperaban, vieron cómo de entre la espesura salía una extraña criatura, la tarasca, animal monstruoso que tenía atemorizados a  los campesinos y lugareños de las afueras de Badajoz. Animal selvático y montaraz, cuya cabeza se parecía a la de un león con orejas de caballo y una desagradable expresión, horrenda criatura que nunca abandonaba la espesura de los lugares donde habitaba. Y al que en las noches tempestuosas se le oía bramar, aumentando con sus rugidos tenebrosos la natural congoja de las noches infernales.

La tarasca se aproximó al médico caído y lo atrapó con su cola, arrastrándolo, mientras el desgraciado judío pedía auxilio desesperadamente. Los dos criados, aterrorizados, no se atrevieron a moverse del caballo. Sin embargo, uno de ellos, haciendo la señal de la cruz, invocó a Santa Marta, la doncella vencedora del Dragón:

¡Santa Marta, Santa Marta, ven en nuestro socorro. Tú, que venciste al monstruo, al Tarascón, acude en nuestro socorro!

El monstruo desapareció llevándose al médico judío hasta una fuente cercana, donde, tras ahogarlo con sus garras, lo sumergió en sus aguas. Con su cuerpo exánime y sin vida, la tarasca huyó a refugiarse a su guarida, situada en las inmediaciones de un molino cercano.

Avisado el ermitaño de Los Mártires para que acudiera a socorrer al médico de Badajoz, por si estuviera aún con vida, encontraron su cadáver flotando sobre las aguas. Tenía en su mano derecha una gran bolsa que contenía 800 maravedíes, dinero que fue devuelto de inmediato por los dos criados a la familia Durán.

 

Fuente: Díaz y Pérez, N. (1900). La fuente de los alunados. Tradición popular. Correo de Extremadura. A través de Hurtado, P. (1901). Supersticiones Extremeñas. IV: Encantamientos, en Revista de Extremadura. Órgano de las Comisiones de Monumentos de las dos provincias, año III, número XXV, Junio, pp. 313–314.